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CUATRO PELÍCULAS

CINE BRAILLE hoy se complace en comentar “Groundhog Day” (“Atrapado en el tiempo” en España, “Hechizo del tiempo” o “El día de la marmota” en América), “Solaris” (versión Soderbergh), “High fidelity” (“Alta fidelidad”) y el documental “Gonzo: the life and work of Dr. Hunter S. Thompson” (sin título en español). Si prefiere no enterarse de algunos aspectos de la trama de estas películas, mejor siga de largo; si gusta, es su casa. Caramelos, chocolatines, bombones…

 

El protagonista de Groundhog day (Harold Ramis, 1993) es Phil (ese gran actor que es Bill Murray), un meteorólogo de un canal regional de TV del noreste de Estados Unidos que siempre se creyó con derecho a un destino mejor y, como suele suceder con aquellos que creen que la vida está en deuda con ellos, ha visto a su confianza en sí mismo degenerar en arrogancia y a su ironía en cinismo, convirtiéndose en una persona agria y poco menos que despreciable. Su canal lo envía a cubrir el Día de la Marmota en Punxsutawney, Pennsylvania, una festividad pueblerina que, bajo el pretexto de saludar las presuntas facultades de cierta marmota local de predecir la más o menos rápida finalización del invierno boreal, se celebra cada 2 de febrero. Phil viaja (de esperable pésimo humor) a Punxsutawney junto a su productora Rita (Andie MacDowell) y su camarógrafo Larry (Chris Elliot). Una vez apurada la grabación de la insípida nota, el trío se marcha del pueblo, pero una repentina tormenta de nieve los obliga a regresar y quedarse a pasar la noche. Entonces, por un mecanismo que el filme no revela, Phil despierta de nuevo en la mañana del 2 de febrero, y comprueba que los sucesos de ese día se reiteran puntualmente. Sólo él percibe esta anomalía, que al principio lo divierte, pero no tarda en sumirse en el estupor al comprobar que ese Día de la Marmota se reitera interminablemente.

 

Pronto deduce que, en ese extraño rizo temporal en que se encuentra atrapado, ningún acto produce consecuencias más allá de esa cíclica jornada, y que ello implica la abrogación de todo principio moral: si nuestros actos no producen consecuencias, entonces no hay bien, ni mal, ni progreso, ni caída, ni (sobre todo) culpa. En sus horas coexisten el hedonismo (come y bebe y fuma como un poseído, compra autos lujosos, seduce una por una a todas las mujeres bonitas del pueblo) y el desdén por toda regla (conduce alcoholizado, hurta una bolsa con dinero de un camión de valores). Termina por enamorarse de Rita, pero ante los repetidos fracasos por conquistarla decide suicidarse… para volver a despertarse, una y otra vez, en la mañana de ese mismo 2 de febrero.

 

La absoluta falta de sentido de esa vida se abate sobre él, que entonces pasa los días mirando el mismo programa de preguntas y respuestas, cerveza en mano, convertido en un inmortal de pesadilla kafkiana, extraña mezcla de Sísifo con Homero Simpson. Su suerte cambia cuando, uno de tantos 2 de febrero, decide contarle a Rita lo que le pasa. En beneficio del lector que no haya visto el filme, no aclararé aquí de qué modo ella influye en el desenlace de la película, ni apuntaré cierta moraleja muy evidente, pero que está sugerida con gracia y con altura y, por una vez, no molesta.  

 

La pertenencia de un mismo momento a dos líneas temporales diferentes (la de Phil y la de todos los demás) también podría traer a cuento a “El milagro secreto” de Jorge Luis Borges y “La invención de Morel” de Adolfo Bioy Casares, pero el parecido con “Groundhog day” acaba ahí.

 

La novela “Solaris” del polaco Stanislaw Lem nos presenta a unos astronautas enfrentados al extraño planeta Solaris y a su no menos extraño océano inteligente, capaz de intuir los secretos del alma de los astronautas y corporizarlos en forma de hijo añorado, o de esposa fallecida. (Lem era admirador de Borges. ¿No recuerdan esos seres imposibles a los hrönir de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”?). El filme soviético del mismo nombre de 1972, dirigido por Andrei Tarkovsky, y el norteamericano de 2002, debido a Steven Soderbergh, cuentan la misma historia, pero con diferentes propósitos: si Lem pretendía subrayar la imposibilidad de siquiera intuir a una inteligencia no humana, tanto Tarkovsky como Soderbergh prefirieron en cambio explorar (cada uno a su aire) esa otra gran terra incognita que es nuestra psiquis, el verdadero tema de gran parte de las mejores obras de ciencia ficción (como dice un personaje, “no queremos otros mundos, queremos espejos”). No vi la versión de Tarkovsky, reputada por casi todos como extraordinaria: sí la de Soderbergh, que ha sido frecuentemente desdeñada, a mi modo de ver de forma exagerada (no es una mala película). De ella me propongo escribir algunas líneas.

 

(Antes un inciso. Ya se dijo que, al ser observado, el monstruoso océano planetario de Solaris enfrenta a sus observadores con sus propias y recónditas debilidades: del mismo modo, las diferentes obsesiones de un escritor y dos cineastas los llevan a contar de modo marcadamente diferente esa misma historia; las diferentes circunstancias personales de los lectores o espectadores los llevan también a analogías e interpretaciones propias. En este sentido, ese misterioso planeta Solaris es una buena alegoría del arte).

 

En el filme de Soderbergh, un psicólogo, el doctor Kelvin (George Clooney) es enviado a la estación orbital que gira alrededor de Solaris, en respuesta a un extraño pedido de auxilio de uno de los tripulantes (su amigo GibarianUlrich Tukur). Al llegar, Kelvin encuentra que algunos han muerto, entre ellos Gibarian, y que sólo sobrevivieron la doctora Gordon (Viola Davis) y Snow (Jeremy Davis), quienes parecen incapaces de dar explicación alguna de lo pasado. Tras la primera noche que Kelvin duerme en la estación, despierta sobresaltado al encontrar a su lado a su esposa, Rheya (Natascha McElhone) quien se había suicidado meses atrás. La película entonces explora dos líneas argumentales: por un lado, la historia de la relación entre Kelvin y Rheya; por otro, la aparente posibilidad de que ambos gocen de una segunda oportunidad, o dicho en otras palabras, que el amor venza a la muerte (algo subrayado de un modo algo burdo por los versos de cierto memorable poema de Dylan Thomas que ambos veneran, “Y la muerte no tendrá dominio”). La decisión que toma Kelvin al final es anticipada por cierta frase de tono existencialista de Gibarian (“no hay respuestas, sólo elecciones”), y el desenlace tiene ciertamente un punto de contacto con el de “2001”: el acceso de un ser humano a un plano diferente de la realidad por obra de la intervención de una inteligencia alienígena.  

 

El tercer filme de este comentario colectivo es una obra importante en la educación sentimental de una generación: High fidelity (dirigida por Stephen Frears en 2000, sobre la célebre novela de Nick Hornby). Digo importante porque todos los que participamos de alguna pasión (el cine, la literatura, en especial la música – o al menos, como es mi caso, escribir sobre cine, sobre literatura, sobre música) sentimos una identificación inmediata con el protagonista Rob (perfecto John Cusack, también coguionista y coproductor del filme), el treintañero dueño de la disquería Championship Vinyl de Chicago que se resiste a todo compromiso por seguir viviendo feliz en su pequeño mundo hecho de discos de rock y pop junto a sus empleados, el histriónico y desatado Barry (Jack Black) y el tímido Dick (Todd Louiso)… hasta que su novia Laura (Iben Hjejle) decide abandonarlo. Entonces Rob se replantea su vida, revisando sus “cinco mejores rupturas sentimentales” (sic) con la idea de dejar afuera de la lista a la que acaba de sufrir… hasta que percibe que ello es imposible.

 

Es así que Rob comienza a preguntarles una por una a sus ex novias en qué falló con ellas, o reflexiona acerca de los motivos de la ruptura (es muy divertido – y dolorosamente realista – cómo cada parte cuenta la versión de la misma que lo deja mejor parado, añadiendo u omitiendo circunstancias). Cuando todo parece encaminarse a un final feliz, aparece un personaje que vuelve a poner todo en cuestión… y motiva una gran reflexión acerca del valor relativo de las relaciones estables y las pasajeras, de la visibilidad de los problemas en las primeras y de la razón del atractivo de las segundas.  

 

Por lo demás ¿cómo no querer a una película que nos lleva a detener la imagen para asegurarnos de si el afiche que está a espaldas de Rob es o no de Pavement, que nos fuerza a parar la oreja para identificar qué tema de Bob Dylan está sonando, que nos hace plantearnos nuestra propia versión de insólitos y bastante pedantes ránkings como “las cinco mejores canciones para comenzar una mañana de lunes”? ¿Cómo no disfrutar el momento en que Barry niega a un cliente una rara edición francesa de “Safe as milk” del legendario Captain Beefheart porque “no la merece”? ¿Cómo no paladear el reconocimiento de Rob de que nunca pudo superar el complejo de inferioridad que le provocaba su antigua novia Charley Nicholson (una Catherine Zeta-Jones en el apogeo de su belleza, lo que es bastante decir) “así como otras personas nunca superaron Vietnam o ver a su grupo preferido tocar la misma noche que Nirvana”?

 

Para terminar, un documental norteamericano de 2008, Gonzo: the life and work of Dr. Hunter S. Thompson, dirigido por Alex Gibney, dedicado al homónimo escritor. El filme cuenta con imágenes de archivo, narración de Johnny Depp y testimonios de las dos ex esposas de Thompson, Sandy y Ana, de su hijo Juan, de su amigo e ilustrador Ralph Steadman, de su editor Douglas Brinkley, del editor de Rolling Stone Jann Wenner, del escritor Tom Wolfe y de los políticos George McGovern, Pat Buchanan, James Carter y Gary Hart. Pero el más impactante de ellos tal vez sea el de quien fuera el líder de los infames Hell’s Angels que Thompson entrevistara en 1965, convertido en un anciano y achacoso motoquero, que nos trae a la realidad casi violentamente: para los adolescentes de hoy, los años ’60 en que se cantaba “My generation” de The Who (“espero morir antes que envejecer”) son el tiempo de sus abuelos. Mal que le pese a Pete Townshend y mal que nos pese a nosotros.

 

El documental repasa minuciosamente la vida de Thompson (sí, comenzó a encontrar su voz tipeando una y mil veces “El gran Gatsby” de Scott Fitzgerald; sí, fue al leer esa gran novela americana que comenzó a sospechar que el Sueño Americano era un fraude) iluminando de paso los años más agitados y más creativos de esa fuerza contracultural que (sí, alguna vez) encarnó el rock. De la mano de Thompson, vemos pasar a unos Hell’s Angels que, al comienzo, eran solamente una pesadilla de buenos burgueses, hasta que comenzaron a creerse y a actuar la historia que los grandes medios escribieron por ellos (de hecho, a Thompson le dejaron de agradar cuando atacaron una marcha antibélica). Vemos a la policía de Chicago dejar a los Hell’s Angels a la altura de damas de compañía durante los disturbios de agosto de 1968. Vemos el apogeo de la contracultura en la muy liberal San Francisco de 1966-67, y vemos cómo para 1971 ya era un recuerdo (al respecto, el protagonista del documental escribió el notable Monólogo de la Ola, uno de sus mejores textos). Vemos a Thompson en su campaña para ser elegido alguacil de Aspen en 1970, que arrancó siendo una mera excusa para aprovecharse de los medios para difundir sus ideas y terminó peleando el triunfo voto a voto, perdiendo sólo porque sus rivales apelaron al terror ante puramente imaginarias hordas de drogadictos que tomarían el pueblo de ganar Thompson, y a trucos del más puro clientelismo latinoamericano, como llevar a votar a gente que estaba en silla de ruedas.

 

Lo vemos a Hunter cubriendo el Derby de Kentucky y una carrera de motos en Las Vegas, excusas perfectas para dos de sus más famosos escritos. Lo vemos atiborrándose de alcohol y de toda clase de drogas, legales, ilegales, naturales, artificiales. Lo vemos acompañando durante largos meses a los precandidatos a presidente para la elección de noviembre de 1972, a su odiado Nixon y a su apreciado McGovern (sí, Thompson tomó partido en vez de impostar una objetividad imposible, a la que impugnaba permanentemente). Que un político tan deshonesto como Nixon obtuviera el 60 % de los votos fue una tremenda desilusión para Hunter: a partir de ese momento, perdió mucho de su interés por la política. Lo vemos perdiéndose la memorable pelea Alí – Foreman de Kinshasa en 1974 por estar pasado de drogas. Lo vemos acompañar los primeros pasos de James Carter rumbo a la presidencia que ocupara entre 1977 y 1981. Lo vemos desaparecer bajo la máscara de su personaje a medida que avanza la década del ’70, divorciarse, volver a casarse, enamorarse de las armas de fuego, hacer del desarreglo sistemático de los sentidos una rutina diaria. (En esta parte, la película deja dudas acerca de los precisos mecanismos de esta decadencia). Hay quien afirma que Thompson nunca se repuso de sucesivas catástrofes como la tramposa elección de alguien a quien consideraba todavía peor que Nixon (George W. Bush) en 2000, de los tremendos atentados del 11 de setiembre de 2001, de la Guerra Contra el Terror, de la reelección de Bush en 2004, de la paulatina pérdida de inspiración: se suicidó en febrero de 2005. El filme es una buena introducción al particular mundo de este escritor, al menos tanto como una obra fílmica puede serlo.

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