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Conversaciones de Alejandro Jodorowsky
con Gilles Farcet y Javier Esteban. Apéndice de Martín Bakero. Ediciones Siruela.
Barcelona, 2004.
En otras épocas, Alejandro Jodorowsky seguramente hubiera pasado por santón, místico, chamán o sanador. El chileno, además de poeta, guionista de historietas, dramaturgo y actor y director teatral y cinematográfico, es creador y cultor de la psicomagia, una particular disciplina a la que Martín Bakero definió como “poesía aplicada al tratamiento de la locura”, que “encuentra en la metáfora delirante una vía de curación del inconsciente, y a través de actos poéticos la lleva a la realización simbólica”. Si las vanguardias artísticas del siglo XX han sostenido la necesidad de que el arte se disuelva en la vida de todos los días para enriquecerla y enriquecerse, puede considerarse a la psicomagia como un camino para esta disolución, que además se hace cargo del reconocido potencial terapéutico del arte, así como de algunas de las tendencias más originales de la psicología y algunas de las intuiciones más brillantes de sanadores y chamanes de las culturas que todavía permanecen ajenas a la racionalidad occidental.
Jodorowsky sostiene que “en este otro modo de sueño que es la ‘realidad’,
también es mi cerebro, la forma en que yo me represento el mundo, lo que determina
lo real. La ‘realidad’ no existe por sí misma; instante a instante, creamos
nuestra realidad, alegre o funesta, monótona o apasionante”. Es así que
interpreta una situación real como si se tratara de un sueño lleno de símbolos
que descifrar, y recomienda a quienes lo consultan la realización de un determinado
acto de cariz simbólico para superar esa situación. Creo que pocas veces ha
sido más necesario recurrir a un ejemplo, y aquí va uno, de una acción
sanadora que el autor no prescribió personalmente sino que presenció en casa
de una famosa curandera de México: a una persona que odiaba quedarse calva,
se le recomendó que hiciera una pasta con excremento de rata y se la aplicara
en la cabeza. Cuando el paciente estaba a punto de proceder con la receta, se
dio cuenta de que ya no le importaba quedarse pelado: al pedírsele pagar un
precio imposible, el paciente pudo aceptar
su destino, saliendo de su mundo imaginario para mirar de frente al mundo real.
Jodorowsky también hizo que
el reconocido dibujante
francés Moebius dejara de fumar con un par de “encantamientos” (que
él mismo reconoce como trucos para sugestionar al “paciente”) y con escribir,
en un lado del que sería su último paquete de cigarrillos, la palabra
“no”, y del otro la frase “yo puedo”, y pidió a Moebius que tuviera el paquete
durante seis semanas y luego lo regalara.
El libro
abunda en ideas de una rara y perspicaz sabiduría: así, uno puede leer que “somos nosotros mismos quienes alimentamos nuestros terrores. Aquello que nos atemoriza pierde toda su fuerza
en el momento en que dejamos de combatirlo”. O que “sólo tenemos
los problemas que queremos tener. (…) La gente quiere dejar de sufrir, pero no está dispuesta a pagar el precio,
o sea a cambiar, a no seguir definiéndose en función de sus preciados sufrimientos”.
O “la inmortalidad se alcanza probablemente -ya que la muerte es un fenómeno
individual- de manera colectiva: exaltando y defendiendo a la humanidad. La
raza humana como colectivo puede ser infinita. La muerte es individual, y saberlo
ayuda a entender el mundo. La negación de la muerte es la negación de lo individual”. O “las sustancias psicodélicas fueron, en primer
lugar, tomadas por los chamanes, que tenían un nivel de conciencia superior
a la tribu. Mi tesis es que son recomendables
sólo para gente que tenga un alto nivel de conciencia. (…) Da drogas a los soldados y los convertirás
en asesinos. Da drogas a un santo y podrá hacer obras magníficas. Mucho cuidado
con esto”. O “(…) cuando intentas transmitir lo que ganaste, lo pierdes
por exhibicionista. Éste es el problema que tienen algunos gurús: muestran su
santidad y la pierden en ese mismo acto. El
verdadero maestro es invisible: no tiene flores, ni collares, ni anillos, ni
fotos, no tiene escuela ni discípulos”. O “vivir con cierta prosperidad, sin derrochar. Pero una prosperidad para
todos, no una prosperidad basada en explotar al otro. Y, por supuesto, hay
que lograr ser inmortales, y para eso
tenemos que vivir como si fuésemos inmortales, pensando que tenemos mil años
por delante para hacer lo que queramos, pero sin olvidarnos de que en diez segundos
podemos morir”. O “si a lo largo de tu vida has trabajado las emociones,
cuando maduras empiezas a conocer sentimientos sublimes, que no tuviste cuando
eras joven porque la naturaleza no te lo permitía. Hasta los 40 años tienes que encontrarte.
La verdadera apertura de la conciencia no se puede hacer antes de esa edad.
A partir de ahí, empieza el camino”.
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