¿Cómo
es posible que más de medio siglo después de su realización, y cuando
tanto se ha escrito en el análisis cinematográfico, no se haya permitido
ubicar THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martin Gabel) en el
lugar que merece? Merecedora de su consideración como una de las cimas
del cine fantástico norteamericano en los años cuarenta, el film de
Gabel jamás se ha visto siquiera reconocido o mencionado cuando en otros
ámbitos se logró revalorizar títulos malditos desde el momento de su
estreno, como pudo ser el caso de THE NIGHT OF THE HUNTER (La noche
del cazador, 1955. Charles Laughton). Pero Martin Gabel no fue nunca
una estrella de la fama de Laughton. Nunca dejó de ser un eficaz secundario
para el cine USA -recuérdenlo ya anciano interpretando el psiquiatra
de THE FRONT PAGE (Primera plana, 1974. Billy Wilder), obsesionado por
las hipotéticas perversiones sexuales de sus pacientes-. Pero he aquí
que con THE LOST... encontramos una de las mayores singularidades jamás
ofrecidas por el cine clásico, y pese a ser una modesta producción de
la Universal -ese gran hombre de cine que fue Walter Wanger ejerció
como productor-, al tiempo que su personalidad propia, está plenamente
ligada a un determinado cine fantástico vigente en aquellos años -PORTRAIT
OF JENNIE (Jennie, 1948. William Dieterle), THE GHOST AND MRS. MUIR
(El fantasma y la Sra. Muir, 1947. Joseph L. Mankiewicz)-. Películas
que expresaban en un contexto de posguerra una visión de la muerte y
lo desconocido caracterizada por su amabilidad y lindando con el romanticismo.
En esa vertiente melodramática totalmente definida en unos parámetros
reconocibles en el cine de la época, fueron títulos por el que transitaron
directores de la talla de Max Ophuls o el primer Douglas Sirk.
Si
quisiéramos buscar referencias en nuestro idioma sobre este film, tan
solo en su momento me intrigó la estupenda evocación de José Mª Latorre
en el nº 279 de la revista "Dirigido por..." -fue realmente la
que me provocó la curiosidad inicial que finalmente me permitió recuperarla-,
y la referencia que del mismo se efectuaba en la magnífica obra "50
años de cine norteamericano", de Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon.
Referencias ambas positivas, aunque en mayor medida la primera de ellas,
inciden sin embargo en elementos divergentes y complementarios, señal
de una obra de gran riqueza. Lamentablemente, apenas de menciona nada
de esta película incluso en búsquedas en la red. THE LOST MOMENT es
patrimonio de pocos espectadores, y al parecer ya en el momento de su
estreno -como sucediera en tantos títulos malditos- fue un notable fracaso,
lo que imposibilitó la continuidad de Gabel como realizador. Este falleció
en 1986 y una futura y deseada reconsideración en la importancia de
la película, nunca podría llevar aparejado el relato de su gestación,
sus intenciones, influencias e intenciones artísticas. Sin duda, una
triste omisión, cuando tanta literatura se ha vertido -en ocasiones
rozando lo enfermizo-, sobre títulos de infinitas menores cualidades.
Su misterio, faltaría más, aumenta para el probable espectador curioso.
Apenas un par de proyecciones en el recordado cine club de TV2 durante
la segunda mitad de la década de los noventa, son los únicos asideros
por los que pudimos colarnos aquellos que nos sentimos deslumbrados
por el hechizo y embrujo de esta perla de la serie B, arrebatada búsqueda
de la belleza absoluta a través de una tan hermosa como artificiosa
recreación de época, y en donde como en pocas ocasiones se puede detectar
de forma más sensible, la traslación de la esencia de un original escrito,
trasplantando a la imagen sensaciones propias de la evocación literaria.
THE
LOST MOMENT es la adaptación cinematográfica del relato corto de Henry
James, titulado The Aspern Paper's, efectuada por Leonardo Bercovici.
En la película, su sencilla línea argumental se inicia en el deseo del
editor Lewis Venable (Robert Cummings), de poder acceder a unas míticas
cartas de amor que, a mediados del siglo XIX, escribió el poeta Jeffrey
Ashton -traslación literaria de Lord Byron- a Juliana Borderau. Merced
al aviso de un colaborador suyo, Venable acudirá a Venecia al saber
que la destinataria de estas cartas sobrevive centenaria en una de las
viejas casonas de la ciudad italiana. Con intención de llegar a dichos
escritos y poder publicarlos, logrará ser aceptado como huésped de la
misma a cambio de una considerable cantidad -la dueña de la mansión
acusa problemas económicos-, aunque camuflado como un escritor que quiere
crear una novela.
Instalado
en una polvorienta dependencia de la misma, que hasta entonces tiene
cubiertos sus polvorientos enseres con viejas sábanas, pronto advertirá
el editor el extraño misterio que casi se respira en la antigua casona.
Las telarañas y rincones lóbregos y sombríos definen unos salones y
pasillos que parecen no tener fin, la hierba no crece en la entrada
de la misma. El ama de llaves y sobrina de la señora -Tina Borderau
(Susan Hayward)-, desde el primer momento manifestará su hostilidad
al recién llegado, al que solo acepta por cumplir el deseo de su tía.
Pero junto a estos elementos inquietantes, el latente hechizo que envuelve
el recinto traspasará poco a poco la personalidad de Terry, al que atenaza
la búsqueda de esas cartas que para él suponen el alfa y el omega de
la belleza y la expresión del amor absoluto. En su intención no existen
móviles económicos. Se trata de un hombre sensible, que no duda en atender
las desmesuradas demandas económicas de la vieja Juliana -esta le triplica
el importe acordado para el alquiler y le pide mil libras esterlinas
por un pequeño retrato de Ashton que pintó su padre-, y mantiene la
convicción de que las cimas de belleza alcanzadas por el hombre han
de ser compartidas por el conjunto de la especie. Será esta una apuesta
que finalmente no podrá refutar, puesto que jamás dejará de ser considerado
un ser independiente del encanto que relaciona a los moradores de la
mansión Bordereau. Ya se lo había advertido el padre Rinaldo (Eduardo
Ciannelli), al señalarle el riesgo que su estancia temporal en este
recinto podría provocar al alterar el extrañísimo equilibrio existente
entre la casi momificada Juliana y la joven Tina. Pero como en toda
aventura fantástica que se precie, puede más la fascinación y el deseo
de sentir nuevas experiencias, aunque estas provoquen una total inversión
de la lógica cotidiana. En este caso, tal circunstancia se manifestará
en la sorprendente transformación que se produce en el ama de llaves,
que por momentos se convierte en la evocación de su tía Juliana en su
juventud.
Se trata sin duda de un concepto muy difícil de trasladar a la pantalla...
pero Martin Gabel acierta a expresarlo con una facilidad y capacidad
de convicción pasmosa y, lo que es mejor, logrando transmitirlo con
una elegancia, trasfondo y riqueza cultural, ímpetu romántico e intuición
cinematográfica tal, que solo cabe lamentar que su andadura como realizador
finalizara en esta única incursión. En pocas ocasiones se ha logrado
extraer un mayor aprovechamiento de una escenografía -que estoy seguro
utilizaba los decorados de otros títulos precedentes de mayor presupuesto-.
Con la ayuda de una extraordinaria fotografía de Hal Mohr -que potencia
los puntos de luz y de sombra-, la cámara de Gabel describe una auténtica
sinfonía visual en la que no se sabe que admirar más; la elegancia y
pertinencia de sus movimientos de cámara, el perfecto y evocador acompañamiento
musical -del que es responsable Daniele Amfithatrof-, o la riqueza artística
que desprenden sus imágenes -obra del prestigioso Alexander Golitzen-,
que demuestran el conocimiento que, sobre la cultura del siglo XIX,
tenían los responsables del film-.